De nuevo, mis manteles
Hace muchos años escribí un artículo en el
que hacía hablar a los manteles. Ellos comentaban, no sólo quienes compartían
mesa, sino que temas trataban aquellas personas allí reunidas. Era curioso
escuchar todo lo que los manteles de nuestras casas oyen en silencio día tras
día. Prudentes y discretos nos conocen como nadie. Ya lo dice el refrán: “En la
mesa y en el juego se conoce al caballero” y ellos conocen también a la señora
y al niño mal educado y consentido y a la amiga que no lo es tanto y al cuñado
y a cada uno de los que nos apoyamos en ellos y decimos cosas que no debemos
cuando el alcohol nos vuelve ligera la lengua y más ligera la mente.
Ha pasado mucho tiempo y esta mañana me he
sorprendido a mi misma, mientras planchaba
mis blancos manteles de Navidad, como todos los años desde hace cerca de
cincuenta años, hablándoles yo a ellos.
¡Han pasado tantas cosas y hemos vivido tantas y tantas experiencias! Sí, esta
mañana he hablado con mis manteles y según los iba alisando y doblando, les iba
diciendo ¿y el año próximo, quién os volverá a sacar del cajón inferior de la
cómoda? ¿Seguiré yo aquí para repetir el ritual de medio siglo? ¿Estaremos los
mismos? ¿Faltará alguien?
Ellos, tan callados y discretos, como
siempre, no me han respondido y han vuelto de nuevo a su lugar de reposo junto con el resto de
manteles, tapetes, cubre bandejas y otros elementos que sólo usamos en Navidad,
como los chales dorados y las gasas que sirven de decorado al Nacimiento o el
mantel de encaje blanco o el rojo de Nochevieja.
Yo soy la única que sabe donde se esconden
el resto del año y me surge la duda cada vez que los plancho y los recojo,
acabada la Navidad, si no será esta la última vez que lo haga, si la próxima
Navidad, otras manos los encontrarán después de rebuscar en diversos lugares,
si cubrirán otras mesas, en otras casas distintas, si escucharán otras voces,
si se olvidaran de ellos y permanecerán ocultos en el fondo del cajón.
¡Mis blancos manteles, mis manteles que
sólo aparecen en los dulces días de cada Diciembre! Ellos conocieron mis
primeros años de recién casada, mis inexperiencias, mis faltas de cálculo en
las cantidades y en los tiempos que debía tener las gambas al fuego. Mis
nervios al poner la mesa para la familia y los invitados, ¡que nada faltara,
que todo estuviera perfecto, que no confundiera cubiertos ni copas! ¡Que
tiempos aquellos! Llegaron los niños, mancharon mil veces de cremas y zumos,
volcaron las copas y ellos, mis blancos manteles callaban discretos. Hubo algunos
años, que al poner la mesa, descubría una mancha allí donde el anterior, el
vino o la salsa dejó su recuerdo y yo colocaba un cuenco, una fuente o la
ensaladera para que al mirar, nadie descubriera que mis albos manteles no
estaban perfectos.
En otros momentos, cuando había pequeños en
torno a la mesa, se me aconsejaba que pusiera otros de “más batallar” pero
nunca quise que en esos encuentros, en la Nochebuena o en La Navidad, quedarán
ocultos, dormidos, ajenos a las alegrías de vernos reunidos a todos, unas veces
muchos, otras veces pocos, con gente mayor que ya no volvieron, con
adolescentes vistiendo sus primeras galas en las noches mágicas de la Navidad.
Al principio, solo tuve un mantel blanco,
pero con el tiempo fui necesitando una mesa más y a veces hasta una tercera y
fueron llegando los nuevos manteles, pero aquel primero, aquel que estrené hace
tantos años, ese tiene el privilegio de cubrir mi mesa primera, mi mesa
importante y cubre mis piernas y yo le acaricio al coger la copa porque él me
conoce y conoce mi historia y a toda mi gente y por eso, esta mañana, cuando lo
planchaba, yo le preguntaba: ¿El próximo año estaremos todos? No me importa
nada que seamos más, nos apretaremos, buscaremos sitio, pero menos… ¡No! ¿Pero
quien lo sabe?
Mis nobles manteles tampoco lo saben, no
tienen respuesta y duermen cubiertos con papel de seda, como siempre, igual,
allí en el cajón donde esperan solos, hasta Navidad, como cada año, hasta que
Dios quiera.