viernes, 28 de diciembre de 2018


Recorriendo mi pasado

Regreso de nuevo a la ciudad que me vio nacer, después de demasiados años y en cuanto bajo del tren todo viene a mi memoria: El andén que solía recorrer de la mano de mi padre, el histórico vestíbulo y la espaciosa avenida. Mi pobre y breve equipaje casi no pesa y empiezo a caminar. Mis recuerdos me llevan calle abajo por San Diego y en esta calle del Duque, tras pasar por debajo del balcón de mi amiga de la niñez, cruzo buscando mi infancia hacia la calle de Saura, conservando en el recuerdo el olor que procedía del taller del carpintero, sorteando la carrera de los niños que salían presurosos del Patronato y regreso por la plaza de Roldan, añorando la presencia de la palmera del Lago y bajo hacia san Francisco, recordando aquellos libros que lucía en su escaparate la librería  Athenas y busco sin encontrarlos, en La Glorieta, los quioscos de las flores y localizo a Isidoro Maíquez escondido entre los ficus. Campos, San Miguel, mi cole, Medieras, los vestidos de bebes de La cigüeña ya no están. Ahora encuentro en todas partes bares y cafeterías, aunque en la calle Mayor no localizo Gran Bar, solo un muro, ¿Dónde está El Americano? ¿Y el Mastia? ¿Dónde han ido las papelerías aquellas a las que tantas veces fui a por láminas, plumillas o cuadernos? Quizás el aire de los abanicos de Narváez han soplado sobre libros y libretas empujando hasta Molina o Lepanto y cerca de allí descubro a un grupo de nazarenos que me señalan el lugar donde hace años yo admiraba el precioso escaparate de Filigrana y sus guantes, cinturones y pañuelos de colores. Sigo andando ¿La Royal? Tampoco está, ni el Mariola y en su lugar más comercios y más bares. Abandono el encontrar mi pasado en estas calles y sigo por Santa Florentina al Parque y descubro que todo es diferente, que el cuartel es un museo y que la Lonja no está, ni las Siervas de Jesús que salían del convento cuando caía la noche para acompañar a enfermos y continuo mi paseo hasta el Paseo y busco los eucaliptos, “El Copo”, los chalets donde vivían mis amigos de hace años y solo veo construcciones y tráfico y semáforos. Evoco juegos de entonces, mi bicicleta, las excursiones a Los Montes Amarillos, El Ensanche que era nuestro y ahora solo encuentro edificios y edificios. Ya no hay niños, ni bicicletas, ni parques donde jugar. Recorro todo el Paseo y llego a La Plaza España y continuo sin ver a niños jugando, solo los que entran y salen de Carmelitas o el Instituto donde hice el bachiller y al que han cambiado de nombre. Todo ha cambiado, pocas cosas me recuerdan que aquí viví muchos años. Voy a la calle del Carmen, ¡Menos mal que algo permanece igual! La iglesia  que le da nombre y de ahí continuaré a buscar el Arsenal y ahí esta como siempre, paso rápida por delante de una plaza que no recuerdo de entonces porque por aquí estaba antes la plaza del Rey, con sus bancos, sus árboles y sus niños, pero ya no existe nada. ¿Me estará confundiendo la memoria? Nada es igual y camino presurosa descubriendo que el cuartel que recordaba que ocupaba este espacio, es ahora otro edificio con banderas en los mástiles de entrada y siento de pronto un olor muy peculiar que creía ya olvidado: ¡Huele a mar! Y sí, aparece el puerto y me acerco hasta el cantil y recuerdo aquel poema de Cervantes que decía: “Con esto, poco a poco llegué al puerto…” Miro los faros, la bocana y los montes que protegen a este puerto “cerrado a todo viento y encubierto…” y soltando mi maleta, me siento a descansar: ¡De nuevo estoy en Cartagena!

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