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Ya sé que no a todas las personas les gustan los eucaliptos, pero yo me crié a la sombra de uno y aún ahora, al cabo de tantos años, sigue dándome compañia
EL EUCALIPTO, MI AMIGO
Los mejores años de mi vida trascurrieron siempre muy cerca de él. Son cientos de cosas felices las que recuerdo a su lado. Lecturas bajo sus ramas de tebeos y de cuentos, escaladas por su tronco, saltos desde allí arriba, escondites y secretos ocultos entre sus ramas... Luego, con él descubrí el aroma de los primeros perfumes al frotar entre mis manos sus tiernas hojas. Fui guerrillera lanzando a otros niños sus granulosas semillas. Jugué a patinar riendo deslizando mis sandalias sobre ellas en el suelo. Me hice collares, pendientes. ¡Dios mío, cuanto jugué con mi amigo!
Las primeras experiencias que recuerdo de mi amigo me trasladan a mi cama, cubierta con una manta tomando unos vahos balsámicos y aromáticos que mi madre preparaba para ayudarme a curar de mis catarros y toses y así poder regresar a la calle y jugar con mis amigos y me curé y bajé. Y en el paseo recuerdo que jugaba junto a él y con la crueldad inocente de los niños le arañé, le tronché sus tiernas ramas, y tirando con mis manos de sus cortezas más secas, iba haciéndolas astillas, sin pararme a meditar si con mi gesto inconsciente le estaba haciendo yo daño. Pasaba horas y horas y bajo sus grandes ramas yo escuchaba, o contaba, largas historias de miedo en las noches calurosas de verano.
Grabé nombres muy queridos en su piel. Nombres que ya no recuerdo, personas que ya he olvidado, corazones con tan solo la inicial de los primeros amores. Nombres, fechas, sensaciones, amor de infancia que te llena y que te ahoga porque no puedes decirlo ni compartirlo con nadie, ni aun siquiera con esa persona amada. Amor que solo conoce mi viejo y paciente amigo por esas viejas señales, cicatrices ya ilegibles, ya tan altas, ya tan lejos…
Aquel eucalipto joven que conocí de pequeña, ha ido creciendo conmigo, hemos crecido a la vez, pero siempre diferentes. Yo delgaducha e inquieta y él fuerte, serio y callado. Bueno, callado no siempre. Recuerdo su voz sonando en diferentes registros según el tiempo y la época del año: De niña era mudo oyente de inocentes confidencias bajo su sombra. Sin estorbar, como queriendo escuchar sin que notáramos que él estaba allí, en silencio, sin estorbar, vigilante. Luego, en las noches calurosas de verano, cuando dejábamos apoyadas en su tronco nuestras viejas bicicletas y hablábamos sin cesar, contando nuestras historias y sin querer que la noche acabara, entonces él se movía. Sus ramas se alborotaban con una suave brisa movidas ligeramente y entonces, al oír el agitar de sus largas ramas verdes, nuestras madres nos llamaban y nos hacían volver y como todas las noches protestando y enfadadas por tener que ir a dormir en lugar de hablar y hablar de nuestras cosas, tan serias, tan importantes y a la vez incomprendidas por las personas mayores, subíamos a nuestras casas.
Luego, ya de adolescente, superada ya la etapa de jugar al escondite secreto, del campamento en el árbol y de las guerras de niños con raspaduras, chichones y sangre de vez en cuando y metida en la rutina del estudio, de los libros y de la falta de tiempo, dejé de jugar con él, con mi amigo el eucalipto, pero él seguía ahí. A veces me recordaba que aun él estaba allí enfrente, esperando mi regreso, haciendo sonar sus ramas de forma fuerte, sonora, para que yo lo mirase y delante de mis libros, yo lo miraba, le sonreía discreta y notaba que se calmaba y se volvía de nuevo a su serena quietud.
Otras veces me hacia reír, cuando daba una brusca sacudida y los cientos de gorriones que cobijaba habitualmente en sus ramas, salían volando en todas direcciones. Yo le miraba enfadada aguantándome la risa y él volvía a ser de nuevo serio y formal pero feliz de saber que aun yo era su amiga.
Recuerdo tardes de lluvia, con sus hojas bien lavadas, llorando suavemente, aun varias horas después de que la nube de otoño se hubiera marchado ya a humedecer otros árboles en otros sitios distintos. Con las gotas de su llanto, él iba formando charcos y los cuidaba con mimo para que no se secaran sin darles tiempo a los niños a jugar, a embarrarse y poder chapotear en ellos, tal como lo hacía yo entonces jugando bajo sus ramas y es que a mi árbol, tengo que reconocer que los niños le encantan. Les gusta verlos trepar para esconderse a su sombra. A los mayores, en cambio, cuando pasan por debajo les suelta el agua de golpe que retuvo de la lluvia, con un brusco movimiento, pero a los niños, ¡jamás! Los protege de la lluvia, del frío e incluso en la primavera, cuando sus flores se abren, llenas de polen, avisando que se acerca ya el calor que anuncia las vacaciones, los adultos renegando, se quejan de las alergias, de picor en la nariz, pero a los niños jamás, ni estornudan ni les molesta siquiera. Son sus amigos, los quiere y los observa en sus juegos.
Y ahora, cuando han pasado los años y yo me he hecho mayor, él sigue viéndome aún como cuando era niña y en las tardes en que estoy triste, angustiada o preocupada por las cosas de la vida, él me llama dulcemente, con sigilo, sin quererme molestar y a la vez discretamente para que nadie le note que me conoce, que es mi amigo, que está ahí, que me vigila, me quiere y me acompaña y yo lo quiero también porque ha sido de los pocos que aún me sigue queriendo. Se marcharon de mi vida mis mayores, mis amigos, los amores de otros tiempos, pero él aún continúa siendo fiel a esta niña que hace tiempo conoció y es que el pobre ¡ya tan viejo! no ha notado que han pasado muchos años y me sigue siendo fiel, como siempre, y hasta el final de mis días, seguirá siendo mi amigo.
EL EUCALIPTO, MI AMIGO
Los mejores años de mi vida trascurrieron siempre muy cerca de él. Son cientos de cosas felices las que recuerdo a su lado. Lecturas bajo sus ramas de tebeos y de cuentos, escaladas por su tronco, saltos desde allí arriba, escondites y secretos ocultos entre sus ramas... Luego, con él descubrí el aroma de los primeros perfumes al frotar entre mis manos sus tiernas hojas. Fui guerrillera lanzando a otros niños sus granulosas semillas. Jugué a patinar riendo deslizando mis sandalias sobre ellas en el suelo. Me hice collares, pendientes. ¡Dios mío, cuanto jugué con mi amigo!
Las primeras experiencias que recuerdo de mi amigo me trasladan a mi cama, cubierta con una manta tomando unos vahos balsámicos y aromáticos que mi madre preparaba para ayudarme a curar de mis catarros y toses y así poder regresar a la calle y jugar con mis amigos y me curé y bajé. Y en el paseo recuerdo que jugaba junto a él y con la crueldad inocente de los niños le arañé, le tronché sus tiernas ramas, y tirando con mis manos de sus cortezas más secas, iba haciéndolas astillas, sin pararme a meditar si con mi gesto inconsciente le estaba haciendo yo daño. Pasaba horas y horas y bajo sus grandes ramas yo escuchaba, o contaba, largas historias de miedo en las noches calurosas de verano.
Grabé nombres muy queridos en su piel. Nombres que ya no recuerdo, personas que ya he olvidado, corazones con tan solo la inicial de los primeros amores. Nombres, fechas, sensaciones, amor de infancia que te llena y que te ahoga porque no puedes decirlo ni compartirlo con nadie, ni aun siquiera con esa persona amada. Amor que solo conoce mi viejo y paciente amigo por esas viejas señales, cicatrices ya ilegibles, ya tan altas, ya tan lejos…
Aquel eucalipto joven que conocí de pequeña, ha ido creciendo conmigo, hemos crecido a la vez, pero siempre diferentes. Yo delgaducha e inquieta y él fuerte, serio y callado. Bueno, callado no siempre. Recuerdo su voz sonando en diferentes registros según el tiempo y la época del año: De niña era mudo oyente de inocentes confidencias bajo su sombra. Sin estorbar, como queriendo escuchar sin que notáramos que él estaba allí, en silencio, sin estorbar, vigilante. Luego, en las noches calurosas de verano, cuando dejábamos apoyadas en su tronco nuestras viejas bicicletas y hablábamos sin cesar, contando nuestras historias y sin querer que la noche acabara, entonces él se movía. Sus ramas se alborotaban con una suave brisa movidas ligeramente y entonces, al oír el agitar de sus largas ramas verdes, nuestras madres nos llamaban y nos hacían volver y como todas las noches protestando y enfadadas por tener que ir a dormir en lugar de hablar y hablar de nuestras cosas, tan serias, tan importantes y a la vez incomprendidas por las personas mayores, subíamos a nuestras casas.
Luego, ya de adolescente, superada ya la etapa de jugar al escondite secreto, del campamento en el árbol y de las guerras de niños con raspaduras, chichones y sangre de vez en cuando y metida en la rutina del estudio, de los libros y de la falta de tiempo, dejé de jugar con él, con mi amigo el eucalipto, pero él seguía ahí. A veces me recordaba que aun él estaba allí enfrente, esperando mi regreso, haciendo sonar sus ramas de forma fuerte, sonora, para que yo lo mirase y delante de mis libros, yo lo miraba, le sonreía discreta y notaba que se calmaba y se volvía de nuevo a su serena quietud.
Otras veces me hacia reír, cuando daba una brusca sacudida y los cientos de gorriones que cobijaba habitualmente en sus ramas, salían volando en todas direcciones. Yo le miraba enfadada aguantándome la risa y él volvía a ser de nuevo serio y formal pero feliz de saber que aun yo era su amiga.
Recuerdo tardes de lluvia, con sus hojas bien lavadas, llorando suavemente, aun varias horas después de que la nube de otoño se hubiera marchado ya a humedecer otros árboles en otros sitios distintos. Con las gotas de su llanto, él iba formando charcos y los cuidaba con mimo para que no se secaran sin darles tiempo a los niños a jugar, a embarrarse y poder chapotear en ellos, tal como lo hacía yo entonces jugando bajo sus ramas y es que a mi árbol, tengo que reconocer que los niños le encantan. Les gusta verlos trepar para esconderse a su sombra. A los mayores, en cambio, cuando pasan por debajo les suelta el agua de golpe que retuvo de la lluvia, con un brusco movimiento, pero a los niños, ¡jamás! Los protege de la lluvia, del frío e incluso en la primavera, cuando sus flores se abren, llenas de polen, avisando que se acerca ya el calor que anuncia las vacaciones, los adultos renegando, se quejan de las alergias, de picor en la nariz, pero a los niños jamás, ni estornudan ni les molesta siquiera. Son sus amigos, los quiere y los observa en sus juegos.
Y ahora, cuando han pasado los años y yo me he hecho mayor, él sigue viéndome aún como cuando era niña y en las tardes en que estoy triste, angustiada o preocupada por las cosas de la vida, él me llama dulcemente, con sigilo, sin quererme molestar y a la vez discretamente para que nadie le note que me conoce, que es mi amigo, que está ahí, que me vigila, me quiere y me acompaña y yo lo quiero también porque ha sido de los pocos que aún me sigue queriendo. Se marcharon de mi vida mis mayores, mis amigos, los amores de otros tiempos, pero él aún continúa siendo fiel a esta niña que hace tiempo conoció y es que el pobre ¡ya tan viejo! no ha notado que han pasado muchos años y me sigue siendo fiel, como siempre, y hasta el final de mis días, seguirá siendo mi amigo.
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