viernes, 28 de diciembre de 2018


Recorriendo mi pasado

Regreso de nuevo a la ciudad que me vio nacer, después de demasiados años y en cuanto bajo del tren todo viene a mi memoria: El andén que solía recorrer de la mano de mi padre, el histórico vestíbulo y la espaciosa avenida. Mi pobre y breve equipaje casi no pesa y empiezo a caminar. Mis recuerdos me llevan calle abajo por San Diego y en esta calle del Duque, tras pasar por debajo del balcón de mi amiga de la niñez, cruzo buscando mi infancia hacia la calle de Saura, conservando en el recuerdo el olor que procedía del taller del carpintero, sorteando la carrera de los niños que salían presurosos del Patronato y regreso por la plaza de Roldan, añorando la presencia de la palmera del Lago y bajo hacia san Francisco, recordando aquellos libros que lucía en su escaparate la librería  Athenas y busco sin encontrarlos, en La Glorieta, los quioscos de las flores y localizo a Isidoro Maíquez escondido entre los ficus. Campos, San Miguel, mi cole, Medieras, los vestidos de bebes de La cigüeña ya no están. Ahora encuentro en todas partes bares y cafeterías, aunque en la calle Mayor no localizo Gran Bar, solo un muro, ¿Dónde está El Americano? ¿Y el Mastia? ¿Dónde han ido las papelerías aquellas a las que tantas veces fui a por láminas, plumillas o cuadernos? Quizás el aire de los abanicos de Narváez han soplado sobre libros y libretas empujando hasta Molina o Lepanto y cerca de allí descubro a un grupo de nazarenos que me señalan el lugar donde hace años yo admiraba el precioso escaparate de Filigrana y sus guantes, cinturones y pañuelos de colores. Sigo andando ¿La Royal? Tampoco está, ni el Mariola y en su lugar más comercios y más bares. Abandono el encontrar mi pasado en estas calles y sigo por Santa Florentina al Parque y descubro que todo es diferente, que el cuartel es un museo y que la Lonja no está, ni las Siervas de Jesús que salían del convento cuando caía la noche para acompañar a enfermos y continuo mi paseo hasta el Paseo y busco los eucaliptos, “El Copo”, los chalets donde vivían mis amigos de hace años y solo veo construcciones y tráfico y semáforos. Evoco juegos de entonces, mi bicicleta, las excursiones a Los Montes Amarillos, El Ensanche que era nuestro y ahora solo encuentro edificios y edificios. Ya no hay niños, ni bicicletas, ni parques donde jugar. Recorro todo el Paseo y llego a La Plaza España y continuo sin ver a niños jugando, solo los que entran y salen de Carmelitas o el Instituto donde hice el bachiller y al que han cambiado de nombre. Todo ha cambiado, pocas cosas me recuerdan que aquí viví muchos años. Voy a la calle del Carmen, ¡Menos mal que algo permanece igual! La iglesia  que le da nombre y de ahí continuaré a buscar el Arsenal y ahí esta como siempre, paso rápida por delante de una plaza que no recuerdo de entonces porque por aquí estaba antes la plaza del Rey, con sus bancos, sus árboles y sus niños, pero ya no existe nada. ¿Me estará confundiendo la memoria? Nada es igual y camino presurosa descubriendo que el cuartel que recordaba que ocupaba este espacio, es ahora otro edificio con banderas en los mástiles de entrada y siento de pronto un olor muy peculiar que creía ya olvidado: ¡Huele a mar! Y sí, aparece el puerto y me acerco hasta el cantil y recuerdo aquel poema de Cervantes que decía: “Con esto, poco a poco llegué al puerto…” Miro los faros, la bocana y los montes que protegen a este puerto “cerrado a todo viento y encubierto…” y soltando mi maleta, me siento a descansar: ¡De nuevo estoy en Cartagena!

jueves, 27 de diciembre de 2018

Mis blancos manteles

¡Qué casualidad que hoy sea de nuevo día veintisiete de Diciembre! ¡Qué casualidad que ahora mismo acabe de planchar mis tres manteles blancos: el de la comida de toda la familia del día veinticuatro, el de Nochebuena y el de Navidad. Ya están recogidos de nuevo, junto al mantel rojo que solo utilizo cuando es Nochevieja. ¡Mis manteles blancos!

Hace muchos años, un día veintisiete del mes de Diciembre, escribí un artículo en el que escuchaba hablar a mis blancos manteles. Ellos comentaban, no sólo quienes compartían mesa, sino que temas trataban aquellas personas allí reunidas. Era curioso escuchar todo lo que los manteles de nuestras casas escuchan en silencio día tras día. Prudentes y discretos nos conocen como nadie. Ya lo dice el refrán: “En la mesa y en el juego se conoce al caballero” y ellos conocen también a la señora y al niño mal educado y consentido y a la amiga que no lo es tanto y al cuñado y a cada uno de los que nos apoyamos en ellos y decimos cosas que no debemos cuando el alcohol nos vuelve ligera la lengua y más ligera la mente.


Ha pasado mucho tiempo y esta mañana me he sorprendido a mí misma, mientras planchaba  mis blancos manteles de Navidad, como todos los años desde hace cerca de cincuenta años,  hablándoles yo a ellos. ¡Han pasado tantas cosas y hemos vivido tantas y tantas experiencias! Sí, esta mañana he hablado con mis manteles y según los iba alisando y doblando, les iba diciendo ¿y el año próximo, quién os volverá a sacar del cajón inferior de la cómoda? ¿Seguiré yo aquí para repetir el ritual de medio siglo? ¿Estaremos los mismos? ¿Faltará alguien?


Ellos, tan callados y discretos, como siempre, no me han respondido y han vuelto de nuevo a  su lugar de reposo junto con el resto de manteles, tapetes, cubre bandejas y otros elementos que sólo usamos en Navidad, como los chales dorados y las gasas que sirven de decorado al Nacimiento o el mantel de encaje blanco o el rojo de Nochevieja.


Yo soy la única que sabe dónde se esconden el resto del año y me surge la duda cada vez que los plancho y los recojo, acabada la Navidad, si no será esta la última vez que lo haga, si la próxima Navidad, otras manos los encontrarán después de rebuscar en diversos lugares, si cubrirán otras mesas, en otras casas distintas, si escucharán otras voces, si se olvidaran de ellos y permanecerán ocultos en el fondo del cajón.


¡Mis blancos manteles, mis manteles que sólo aparecen en los dulces días de cada Diciembre! Ellos conocieron mis primeros años de recién casada, mis inexperiencias, mis faltas de cálculo en las cantidades y en los tiempos que debía tener las gambas al fuego. Mis nervios al poner la mesa para la familia y los invitados, ¡que nada faltara, que todo estuviera perfecto, que no confundiera cubiertos ni copas! ¡Qué tiempos aquellos! Llegaron los niños, mancharon mil veces de cremas y zumos, volcaron las copas y ellos, mis blancos manteles callaban discretos. Hubo algunos años, que al poner la mesa, descubría una mancha allí donde el anterior, el vino o la salsa dejó su recuerdo y yo colocaba un cuenco, una fuente o la ensaladera para que al mirar, nadie descubriera que mis albos manteles no estaban perfectos.


En otros momentos, cuando había pequeños en torno a la mesa, se me aconsejaba que pusiera otros de “más batallar” pero nunca quise que en esos encuentros, en la Nochebuena o en La Navidad, quedarán ocultos, dormidos, ajenos a las alegrías de vernos reunidos a todos, unas veces muchos, otras veces pocos, con gente mayor que ya no volvieron, con adolescentes vistiendo sus primeras galas en las noches mágicas de la Navidad.


Al principio, solo tuve un mantel blanco, pero con el tiempo fui necesitando una mesa más y a veces hasta una tercera y fueron llegando los nuevos manteles, pero aquel primero, aquel que estrené hace tantos años, ese tiene el privilegio de cubrir mi mesa primera, mi mesa importante y cubre mis piernas y yo le acaricio al coger la copa porque él me conoce y conoce mi historia y a toda mi gente y por eso, esta mañana, cuando lo planchaba, yo le preguntaba: ¿El próximo año estaremos todos? No me importa nada que seamos más, nos apretaremos, buscaremos sitio, pero menos… ¡No! ¿Pero quién lo sabe?


Mis nobles manteles tampoco lo saben, no tienen respuesta y duermen cubiertos con papel de seda, como siempre, igual, allí en el cajón donde esperan solos, hasta Navidad, como cada año, hasta que Dios quiera.

sábado, 8 de septiembre de 2018

Se acaba el verano




Aun quedan días, según el calendario, pero el verano se acaba y nos empuja para que abandonemos la playa y volvamos a las rutinas de todos los años.

Así estaba el Mediterráneo, ayer por la mañana, para que nos lleváramos una buena imagen y un buen recuerdo.


Luego, al atardecer, nos avisaba que el lebeche dejaba paso al levante para que nos fuésemos olvidando de los hermosos atardeceres del chiringuito.



 Esta mañana ha llovido y no hemos podido bajar a la playa, tan solo desde la distancia nos hemos despedido, tanto del mar menor como del mar mayor con estas imágenes de Encarnita.




Y al atardecer, entre chubasco y chaparrón y con el sol ocultándose entre las nubes, éste me ha regalado esta ultima imagen del verano.


martes, 10 de julio de 2018

María Cascales








Esta noticia, leída hoy en la prensa local, me ha parecido digna de copiar aquí, aunque María Cascales se merece mucho más.

La investigadora y científica cartagenera descubre la placa en la calle que el municipio le ha dedicado, en el lado norte de Antiguones
Una de las calles del campus universitario de la Muralla ya lleva el nombre de una de las científicas más eminentes que ha dado Cartagena. La doctora en Farmacia, investigadora e Hija Predilecta de la ciudad, María Cascales Angosto, descubrió ayer en la fachada norte del antiguo Cuartel de Antiguones, sede de la Escuela de Ingeniería de Telecomunicación de la UPCT, la placa que da su nombre a la vía que une el paseo de la Muralla de Carlos III con las calles Lagueneta, Antiguones y de la Linterna.
María Cascales Angosto, nacida en Cartagena en 1934, fue la primera mujer española que accedió a una academia científica: fue en 1987, a la de Farmacia. Doctora en esta rama de las ciencias de la salud e investigadora especialista en bioquímica clínica del CSIC, ha publicado numerosos trabajos y libros, así como dirigido tesis doctorales. Está en posesión de la Gran Cruz de la Orden Civil de Alfonso X el Sabio y el título de Doctora Honoris Causa por la UNED, entre otros reconocimientos civiles y académicos. El Ayuntamiento de Cartagena le entregó en abril de 2010 el título de Hija Predilecta de la ciudad.
«Este alto honor que hoy recibo no hubiera tenido lugar si no hubiera contado a lo largo de mi vida con el estímulo de mis padres y hermanos. Mi agradecimiento a quienes hoy habéis venido a acompañarme y felicitarme en este importantísimo momento de mi vida», destacó Cascales al descubrir la placa de la que ya es su calle.
Desde que recibió la más alta distinción que Cartagena entrega a sus hijos, hace ocho años, han sido numerosas la veces que la doctora Cascales ha vuelto para colaborar en cuantas cuestiones le han solicitado las instituciones locales. Ayer, emocionada, expresó su satisfacción por que este reconocimiento le llegue en vida. Y así se lo agradeció a la alcaldesa, Ana Belén Castejón, pero también a sus predecesores, José López y Pilar Barreiro.
Previamente, Castejón destacó el papel que han jugado las mujeres en la historia de Cartagena y la necesidad de reflejar su labor en el callejero. Para la alcaldesa, Cascales era un caso digno de destacar ya que en un mudo de hombres supo labrarse un futuro como investigadora, siendo la primera mujer que ingresó en la Academia de Farmacia.
Después del verano, otra calle de la misma zona del casco histórico llevará el nombre de la Hija Adoptiva de Cartagena Rosario Juaneda.

sábado, 23 de junio de 2018





El pasado jueves asistí, como los últimos años suelo hacer, a celebrar Verso y Fuego en la Universidad Popular. Para esa tarde tenia otras ofertas a las que acudir y estuve deshojando la margarita, pero cuando supe que iba a asistir Marisa López Soria ya no dudé.
Resulto una tarde muy agradable comentando los nuevos cuentos ilustrados, la influencia de los cuentos infantiles en cada uno de nosotros, la NECESIDAD o, más aún, la OBLIGACIÓN de leer desde niños hasta siempre.
Recordamos a Josefina Soria y yo le pedí a su hija que recitara uno de sus entrañables poemas y al mostrárselo a Marisa, se emocionó grandemente y me invitó a recitarlo.

TIEMPO EN CALMA

                           Alguna vez te llamo
                           para decirte que no quiero nada.
                           Estás cerca de mi, quizá pensando
                           e insistente pregunto ¿ duermes ?
                           Invariablemente niegas.
                           Entonces yo sonrío
                           para decirte que no quiero nada.
                           ¡Tantas veces te llamo ....!
                           Te nombro quedamente
                           y tú te inclinas para darme un beso.
                           Te digo como siempre
                           que hueles de una forma que me gusta.
                           Que tienes un aroma de hombre bueno 
                            y debo sonreir, pues que te vuelves
                            y mi mano acaricias. ¿ Estás bien ?
                            --me preguntas--y el cuarto oscurecido
                            que vela el paso de los años toma
                            la pregunta con gozo. Esta pausa
                            nos devuelve el ayer como un racimo
                            de errores y verdades. Vamos juntos.
                            Estamos avanzando a un mismo tiempo.
                            Sin arrogancia, en calma, comprendiendo...
                            Entre los dos, apenas somos un deseo ahora.
                            Es por eso que alguna vez te llamo
                            para decirte que no quiero nada.
                            Es sólo cerciorarme que me escuchas.
                            Que estás ahi. Que tengo
                            tu respuesta al alcance de la vida.
                                                        Josefina Soria Hernández.

Resultó una tarde muy agradable. 


Los alumnos del Bazar de Letras que organiza la Universidad Popular del Ayuntamiento de Cartagena, se reunieron este jueves en torno al fuego y la literatura para culminar un curso lleno de letras y emociones. Los cuentos de Marisa López Soria, los versos de su madre, Josefina Soria, y el fuego sirvieron de marco literario para cerrar el curso 2017/2018, en el que los asistentes al Bazar han leído novedades editoriales, han analizado el reflejo de las relaciones interraciales en la Literatura Norteamericana y han conocido la Literatura Contemporánea Danesa ya que Dinamarca es el país invitado a La Mar de Letras de este año.
La autora murciana presentó su último trabajo, ‘La huella’, realizado en colaboración con la ilustradora Eva Poyato. Un cuento ilustrado que habla del amor que surge entre Elefante y Pececito, una amistad que pese a la incomprensión de sus congéneres ellos disfrutarán con libertad y felices. La huella habla del recuerdo que seres maravillosos dejan en nosotros a lo largo de nuestras vidas. Es el relato de un amor incondicional entre diferentes que luchan por la aceptación y la libertad, un relato de generosidad y gratitud a esos amores fallidos pero que perduran siempre.
Los alumnos del Bazar de Letras y López Soria charlaron sobre la importancia de los cuentos y sus enseñanzas para el público adulto con obras como La huella que, pese a estar dedicada a un público escolar, tiene una lectura adulta. Este cuento aúna la maestría narrativa de Marisa López Soria con las ilustraciones en acuarela de Eva Poyato, creando una historia que, con gran sensibilidad, habla de amores felices, seres maravillosos que dejan, imborrable, su huella de por vida.
Al finalizar el encuentro, los asistentes participaron un año más en la tradicional ceremonia del fuego al que arrojaron sus deseos para que se hagan realidad.
    


domingo, 20 de mayo de 2018


El arte en Cuenca


Esta semana he estado en Cuenca. Sede del arte, casa de la belleza, lugar donde la luz construye una paleta variada de colores. Las Hoces del Júcar y el Huecar juegan con la piedra y el agua y las mil escalerillas y cuestas nos conducen a lugares sorprendentemente hermosos. Aves, nubes blanquísimas, brillantes verdes, piedras y agua son el paisaje de Cuenca. Y en esa Cuenca conviven museos y fundaciones con pinturas y pintores, artistas de todos lados que reflejan en sus lienzos lo que Cuenca les ofrece…

Título: Cruz y raya. 


Autor: Antoni Tápies
(Sin comentarios...)



                               



He estado en Cuenca y regreso llena de dudas, sorprendida  desconcertada al descubrir mi ignorancia, mi incultura más profunda. Lo siento. Yo que admiraba a pintores y escultores en París, Madrid o en Roma. Yo que he llegado a llorar emocionada contemplando el colorido de un atardecer cualquiera o el paisaje del otoño, las marinas o los veleros, he mirado y remirado grandes obras en estos grandes museos, tan famosos y juro por Dios que siento una pena enorme al no ser capaz de descubrir la belleza en estas pinturas. Me he asomado a los balcones de la casa colgada y me he quedado prendada de esos paisajes de piedra, agua, verde y azul. Una paleta de mil colores.

                                   

Soy analfabeta, inculta o lo que queráis llamarme. Lo siento. ¡Qué más quisiera yo, que ser capaz de encontrar en esos cuadros, esculturas y objetos que veo, miro y remiro de arte abstracto su mensaje y su razón de existir!

                    

Tras abandonar el último museo que he visitado en Cuenca, descubro un párrafo escrito en latín en un muro del exterior. No se traducirlo y pido ayuda y me dicen que es algo así como “Una cosa es segura: todas las obras del hombre están condenadas a perecer" y me consuelo al estar de acuerdo con los grandes pensadores de otros tiempos (Séneca) ya que la belleza de la naturaleza no es efímera ni pasajera como las obras de los hombres.


martes, 1 de mayo de 2018

NIÑOS TARADOS DEL FRANQUISMO .
Acabo de leer , el mejor retrato de mi generación , la de los niños que nacimos después de la guerra civil . La escribe un muy buen articulista , Javier Domenech y se titula “ NIÑOS TARADOS DEL FRANQUISMO .”
Intentaré resumirlo en las menos palabras posibles , porque es un artículo largo para Facebook y que había que leer mascando cada palabra para comprender parte de lo que nos está pasando . Estamos descubriendo ahora que los niños del franquismo éramos unos tarados oprimidos por la disciplina , educados en la ignorancia , lastrados para el futuro . Nuestra infancia , para algunos , debió ser el espejismo de un tiempo oscuro .
Pobres tarados que merendábamos pan con fuagrás o con aceite y azucar y con terrosas onzas de chocolate Matías López , que escuchábamos en la radio las aventuras de Diego Valor , piloto del espacio , que leíamos las aventuras del Guerrero del Antifaz , El Jabato , El Capitán Trueno y el TBO . Que comíamos pipas , regaliz , palulú, chicle Bazooka y bolitas de anís que nos vendía el pipero a la puerta del colegio ,por cierto que ninguno fue por esto , ni obeso ni anoréxico , jugábamos a las canicas, al taco, pidola y con pelotas de trapo atadas por cuerdas , y las niñas jugaban con muñecas y saltaban a la comba .
Los justos regalos que recibíamos eran excepcionales y por Reyes Magos , algunos teníamos la suerte de recibir algo que durante todo el año veíamos en los escaparates de las jugueterías ,
“ Fuimos tan tarados que aguantamos sin secuelas de por vida los capones y regletazos en el colegio y el dominio de los mayores . Aprendimos la lista de los reyes godos para ejercitar la memoria, al igual que los afluentes de rios por ambas márgenes y los partidos judiciales, los dictados eran una prueba de ortografía básica , las raíces cuadradas había que resolverlas sin calculadora y traducíamos del latín La Guerra de las Galias . Y si suspendías en Junio, te perdías las vacaciones. Tras ello, muchos acabaron en la Universidad , y muchos más aprendieron un oficio ,iniciado como aprendices ……..”
Así estábamos de tarados que es lo que pretenden hacernos creer algunos que , criados en una sociedad opulenta , sin más valores que el logro del éxito , confunden nuestra infancia con la opresión .
Nuestro mayor pecado fue no valorar el enorme esfuerzo de unos padres que nunca tuvieron vacaciones , y fracasamos al querer proyectar sobre nuestros hijos una permisividad que a nosotros nunca nos habrían tolerado . Fuimos tan tarados que ahora nos sorprende ver como esos retoños , criados en un mundo de solo derechos y ninguna obligación , se alzan contra la sociedad que les ha permitido disfrutar de lo que jamás tuvimos nosotros .
“Es el triste final de acto en la tragedia cíclica de nuestra Historia donde los enfrentamientos son más frecuentes que los encuentros , donde la envidia supera el aprecio , donde personajes de inanes trayectorias personales , pretenden dirigir las vidas de los demás para imponer su sociedad soñada .
Tan tarados fuimos . “ , a pesar de lo cual , ningún trauma nos achica , ningún complejo nos corroe y , yo al menos , creo que la inmensa mayoría de mis amigos estamos muy , pero que muy orgullosos de haberlo vivido y haberlo superado .
¡ Con dos co..razones ¡ .

viernes, 27 de abril de 2018


Los genios andan sueltos
Los genios andan sueltos. Van de aquí para allá. Yo creía que los genios eras unos viejecitos encorvados que pasaban la vida sentados frente a sus mesas de escritorio u ocultos en sus laboratorios inventando cosas, pero no, los genios andan sueltos y van de aquí para allá. Lo mismo pueden estar en Alemania, en Japón o aquí mismo. Esta tarde he sido afortunadas, he descubierto a uno de los auténticos, no de esos que presumen de serlo y no lo son, no, el de esta tarde ha sido autentico.



Durante horas y horas, sin cansarnos en absoluto, un magnífico comunicador nos ha transmitido su amor por Japón y sus costumbres, sus normas y su carácter. Desde el primer momento y al saber yo que era de Alicante quería ilusionarme con la suposición de que era familia mía y es que daba la imagen de ese primo segundo que todos tenemos que es encantador, que ha viajado mucho, que sabe de todo y además es simpático, pero no, tan solo era una persona genial.



Mi genio se ha presentado como Óscar (sin apellidos) pero en Internet, que siempre me lo cuenta todo, navegando anoche, ya de madrugada, descubrí que su currículum fue el mejor puntuado (100 puntos sobre 100) en la convocatoria del pasado año, en la rama de Tecnologías Informáticas del programa Ramón y Cajal con el que el Ministerio de Economía y Competitividad promociona el talento investigador y él ha elegido Cartagena y la UPCT para investigar sobre  inteligencia artificial y bioingeniería para mejorar la calidad de vida de los personas mayores, pero resulta que a él lo que más le gusta es pintar y hablar de Japón.










En fin, ayer por la tarde, este singular personaje nos convenció de que la próxima escapada que tengamos que hacer, no será a Londres ni a París, sino a Japón para descubrir, disfrutar y vivir ese país que él, Óscar Martínez Mozos, conoció y le enamoró: JAPÓN.


domingo, 25 de marzo de 2018


Desde la rampa hasta la Salve

Puesto que estamos de nuevo en Semana Santa, voy a recordar algunos momentos vividos por mí en diferentes primaveras.


la rampa

Esta noche he llegado muy tarde a la puerta de Santa María y desde donde me encuentro no podré ver bien la entrada de la procesión. Me rodean por todas partes grupos de familias y amigos que han venido con tiempo para poder cantar la Salve. Yo he venido sola, pero estoy a gusto, escuchando a todos los que me rodean, que hablan y hablan alto, sin pudor a pesar de estar en público. Unos cuentan lo que hicieron anoche, otros lo que han visto hoy, con quien han hablado esta tarde y a quien hace mucho que no ven. Todos se creen con derecho a opinar sobre nuestra Semana Santa. Los hay derrotistas y críticos y también los hay que protestan ante cualquier novedad. Esto es como un foro público donde todo el mundo tiene derecho a opinar y a exponer sus teorías.
Junto a mi hay una niña pequeña dormida en los brazos de su abuela, se despierta al oír los tambores que anuncian la entrada de la procesión y al ver los primeros penitentes con sus capuces, oculta la cabeza temerosa en el hombro amigo y finge dormir de nuevo.
No veo La Rampa, pero sé que esta vieja y ajada por el uso y el tiempo. Sobre ella han entrado y salido los tronos vacíos… con ruedas… llevados por cientos de hombres… cargados de flores… La rampa conoce del paso liviano de niños vestidos con túnicas nuevas, de viejas promesas cumplidas, de tercios marciales. Le ha llovido y le ha acariciado el sol.
Yo quiero a esta rampa porque ella está unida a recuerdos felices y tristes de todos nosotros. Permanece impasible y nadie lo sabe pero ella es testigo de tantas vivencias. ¡Cuántas cosas habrá visto y oído esta nuestra rampa! ¡Carreras con barro en las zapatillas, rabia contenida en noches de lluvia! ¡Suspiros de alivio! ¡Cuántas lágrimas habrá recogido esta rampa que ahora espera impaciente la entrada de aquellos cofrades, Damas, nazarenos, penitentes y todo el cortejo que acompaña a María en su recorrido!
Sigo sin ver nada desde mi lugar, pero ya que mis ojos no me sirven hoy, pediré a la Rampa que me vaya diciendo en susurros lo que está ocurriendo:

-Ya oigo tambores, ya vuelven.
-Este vigoroso paso que siento ahora en mi es el de los granaderos cruzándose entre ellos, igual que cuando salieron.
-Ahora noto el leve y tierno pasar de los cientos de menudos nazarenos, cansados y emocionados acariciando mis tablas con sus pequeñas varas.
-Ya empiezo a escuchar las bandas.
-Los tercios van regresando.
-Las damas con sus rosarios, el rumor de sus plegarias y el roce de las mantillas me hacen sentir hormigueos por mi cuerpo.
-Noto el chasquido metálico de armaduras que me informan del paso de los “judíos” y el silencio que acompaña la entrada de ese Yacente que casi no siento en mí.

La muchedumbre me envuelve y no me deja ver nada, pero sé que está cerca la llegada de la Virgen. Se han acabado las vacías charlas de antes que oía a mí alrededor. La niña que antes dormía, se incorpora y aupada sobre los fuertes brazos de su padre observa. No vemos desde aquí nada pero todos alzamos ansiosos nuestras cabezas intentando ver antes que nadie la llegada de La Soledad. Ya se ve la luz, se percibe el olor del incienso y el perfume de flores que anuncian que llega.
Todo es un clamor y de pronto el silencio y La Salve y la niña que empieza a llorar sorprendida del cambio observado mirando a sus padres cantar y el grito de ¡Viva la Virgen!

-Pisadas de recios varones que traen de regreso, en volandas casi, a la Madre.
-Oigo palmas, oigo vítores, ahora el silencio y una voz que inicia la Salve y miles de voces que cantan.
-Siento el peso cansado de los portapasos recorrerme subiendo y bajando, al compás cadencioso de la plegaria cantada y los vivas y las palmas y la puerta que se cierra y el silencio y el final de la noche más hermosa.

Todo parece que ha terminado, pero aun no me iré. Antes de marcharme, paseare despacio y hablando en voz alta con otros, le comentaré a la vieja rampa todas esas cosas que ella no ha podido ver de la procesión  y al andar sobre ella sentiré lo mismo que han sentido otros esta hermosa noche al pisar el tramo gastado y ajado pero emocionante de esta vieja rampa.



La noche del encuentro

         Me pides que escriba un pequeño articulo para Capirote, que tenga ese espíritu marrajo que tus lectores esperan encontrar, y yo quisiera responder a tu petición pero insisto una y otra vez en que yo no soy marraja de nacimiento. Mi abuelo nación en La Unión y nunca perteneció a ninguna Agrupación, a diferencia de la mayoría de los abuelos de aquellos que reciben Capirote.
         Cualquiera de ellos ha tenido la suerte de vivir muchas experiencias maravillosas año tras año.
         ¿Cómo quieres que y les hable a estas personas, por ejemplo, de lo que significa ir a la Pescadería, por la acera oscura del paseo del Muelle  al as tres de la mañana y encontrar al Jesús bajo el porche aquel y encontrar su mirada? ¿Cómo describir el estremecimiento que produce oír las saetas junto a Los Caños, escuchar los primeros compases de la marcha del Titular que marca la salida hacia El Pinacho?
         El auténtico marrajo, ha bajado presuroso desde Bastarreche hasta El Lago, muchas veces para buscar un buen sitio que le permita ver El encuentro en todo su esplendor y sabe lo que es aguantar el plantón y los empujones y el luchar por el sitio de mejor perspectiva.
         Yo no puedo atreverme a contarle a ese cartagenero lo que se siente cuando junto al Palacio de Aguirre se acercan y se alejan para volver a juntar las imágenes del Jesús y de La Virgen, se oyen los cohetes, el himno nacional, la Salve, los aplausos y los gritos incansables y afónicos de los portapasos, y esos abrazos entre nazarenos, esas palomas aturdidas y ese seguir por la calle del Duque con la expresión cansada pero festiva y alegre que solo aquel que lo ha vivido sabe entender.
         ¿Cómo intentar describir la sensación que produce mirar desde Campos hacia arriba y descubrir el amanecer y los pájaros y el color de las túnicas y las capas de esos tercios que abren l procesión de la madrugada?
         ¿Quién no se ha enternecido contemplando la expresión de sueño y fatiga que se ve en los ojos de esos niños que han pasado toda la noche en vela, que se apoyan en sus varas, levantando alternativamente sus tiernos piececillos y disimulan su sueño y su fatiga para poder contar  a sus amigos del “cole” que ellos vivieron El Encuentro como sus mayores?
         Todas esas cosas que a mí me emocionan año tras año, son cosas menudas que el marrajo ausente, igual que el presente, que el viejo o el joven, la mujer o el niño sienten cada vez que pasan la noche del jueves al viernes, sin apenas notarlo, recorriendo el camino que va desde el muelle a La Pescadería, desde El Pinacho al Lago y desde aquí hasta la iglesia para acompañar a Jesús y a María en su noche de dolor y agonía.

         Cualquiera de ellos sería capaz de contar mejor que yo la satisfacción y el orgullo que se siente esa noche de ser MARRAJO DE TODA LA VIDA.


Llegó el vestuario

Alguien acaba de traer a casa unas cajas grandes y blancas, con unos nombres escritos en los costados Las hemos depositado con toda delicadeza y apartando lo que estorba, sobre la mesa del comedor y hemos ido abriéndolas, una tras otra, como si se tratara de un regalo sorpresa, emocionados, aun sabiendo cuál es su contenido.
Al quitar la tapa de cada una de ellas, aparece un raso negro, doblado con pulcritud, medio oculto bajo otra prenda de lana blanca. No tocamos nada, sólo miramos su interior y como cada año, siguiendo un ritual preestablecido, abrimos el armario de siempre… hacemos un hueco amplio en él, buscamos las perchas de siempre… y empezamos a vaciar la preciada carga, como siempre…
Con el extremo de unas pequeñas tijeras vamos deshaciendo las puntadas del hilván que mantenía prendido el papel de seda que hace casi un año colocamos protegiendo los bordados del capuz y de la capa.
Primero disponemos el capuz, acomodándolo terso y sin arrugas, luego la túnica y por último la capa. Dudamos y no podemos resistir la tentación de volver a descolgarla y colocarla sobre nuestros hombros. Una mirada al espejo de soslayo, una vuelta muy lenta y canturreando suavemente una música de siempre, sin apenas mover los pies del sitio, observamos cómo se mece ondulante el amplio vuelo de su bajo.
La volvemos a colgar, acariciando un instante el rojo escudo, donde descubrimos leves huellas de lluvias pasadas. Está limpia, pero nuestros ojos son capaces de detectar esos restos sutiles que nadie más sería capaz de ver.
Conocemos cada palmo de esta capa, tocamos las cintas del cuello, quizás haya que cambiarlas. ¡Son tantos años de anudar fuertemente para que no se deslice y se mantenga correctamente en su lugar! Por fin vuelve a su percha, la colgamos con desgana y regresamos donde las cajas. Con ojo experto hacemos inventario de su contenido: guantes, manguitos, fajín, hebillas… no falta nada, está todo.
Repetimos la tarea de descubrir el bordado del cíngulo, repasar el estado en que se encuentra de brillo y esplendor. Sigue igual de hermosos como el primer día. Ya vacías, cerramos las cajas para guardarlas en el mismo lugar de todos los años y mientras lo hacemos ya estamos programando mentalmente el día y la hora en que vamos a plancharlo todo. Debe hacerse con tiempo suficiente para evitar imprevistos, probarse el capuz, ajustar las cintas, limpiar las hebillas, comprar imperdibles. Todo igual que el año pasado y el otro y el otro.
Quiera Dios que podamos realizar por mucho tiempo este quehacer sencillo, sin importancia, monótono, pero maravilloso, que no por muchas veces repetido, siempre nos sorprende y emociona cada vez que lo vivimos.



BALCONES

Cuando recorremos las calles de nuestra ciudad, en los días grandes de nuestra Semana Santa, muchas veces miramos a ciertos balcones con algo de envidia, ¿verdad? Son balcones de casas antiguas que están situados estratégicamente al paso de las procesiones. Ni muy altos ni muy bajos, lo justo. Y al pasar ante ellos pensamos: "Que buen sitio para ver la salida, para comprobar cómo marchan los tercios, como toman las curvas, observar con detalle la belleza de nuestras imágenes, el arreglo floral". Y si no cuando vemos los balcones repletos de gente que canta la Salve a la puerta de Santa María...
Los balcones de nuestra ciudad permanecen el resto del año cerrados, pero en esos días aparecen ocupados, casi siempre, por forasteros que acuden atraídos por lo que han oído contar y los dueños orgullosos les muestran y explican los detalles de cada momento a lo largo de la noche.
Ya sé que nosotros preferimos la calle repleta de gente, la esquina donde el aire siempre sopla molesto, esa silla incómoda desde donde podemos saludar a los conocidos y "amonestar a los nenes que tocan los bordados de los penitentes". Pero a veces a mí se me escapan miradas celosas a aquellos balcones, y entonces recuerdo:
Cuando yo era niña veía pasar los desfiles desde alguno de esos balcones. Había que llegar muy temprano, cruzando entre la gente que buscaba su lugar en la calle y orgullosa cruzaba entre ellas para entrar al portal. ¡Qué miradas me echaban! Luego arriba me asomaba a esperar que los carros de globos, pipas, cocos y otras chucherías me avisaran de que se acercaban los municipales abriendo "carrera".
  
Dentro de la casa se hablaba de todo. Los dueños, mis tíos, mostraban gustosos a los visitantes objetos curiosos, postales o fotos que hacían referencia a temas siempre relativos a nuestra sin par Semana Santa y yo silenciosa escuchaba y aprendía cosas que luego he contado a otras personas.
La casa tenía, todavía los tiene, nueve o diez balcones orientados en tres direcciones lo que permitía ver llegar desde lejos la procesión, luego de frente y después alejarse de espaldas las líneas perfectas de hachotes y capas escoltando las solemnes imágenes envueltas en luces y flores. Los mejores sitios eran para aquellas familias de fuera que llegaban a casa por primera vez y mi tío les iba explicando, detalle a detalle, todo lo que estaba ocurriendo ante ellos.
Nosotros, la gente menuda, no teníamos sitio asignado. Se nos permitía ir de un balcón a otro, pero sin correr ni molestar a los visitantes y sobre todo sin tocar nada de los cientos de objetos curiosos, pequeños y bellos que los muchos años de vivir de cerca la Semana Santa había ido depositando sobre estantes y mesas.
         Yo, allí arriba, a veces me cansaba, me aburría y envidiaba el contacto directo que aquellos de abajo tenían al paso de los nazarenos, los saludos, la entrega discreta de tarjetas o algún caramelo y entonces mi tío pasaba por nuestros balcones y nos obsequiaba con pequeñas golosinas para confortarnos.
Ciertamente, desde arriba, no podíamos reconocer a nadie ni ver los detalles menudos de las capas, sudarios o tronos, pero en cambio recuerdo la proximidad de las bellas imágenes, la riqueza de los mantos de la Vírgenes, el aroma de las flores, el perfecto desfile de los tercios, la contemplación armoniosa del conjunto y aún ahora no tengo muy claro que me gusta más: ¿La calle o el balcón?...

Cada cosa tiene sus ventajas y aunque suelo verlas en la calle, yendo de una parte a otra, hay veces que añoro esos años y aquellos balcones. ¿Tal vez por los caramelos que nos daba mi tío? ¡Quién sabe!