Todo parece que ha terminado, pero aun no me iré.
Antes de marcharme, paseare despacio y hablando en voz alta con otros, le
comentaré a la vieja rampa todas esas cosas que ella no ha podido ver de la
procesión y al andar sobre ella sentiré
lo mismo que han sentido otros esta hermosa noche al pisar el tramo gastado y
ajado pero emocionante de esta vieja rampa.
La noche del encuentro
Me pides que escriba un pequeño articulo
para Capirote, que tenga ese espíritu marrajo que tus lectores esperan
encontrar, y yo quisiera responder a tu petición pero insisto una y otra vez en
que yo no soy marraja de nacimiento. Mi abuelo nación en La Unión y nunca
perteneció a ninguna Agrupación, a diferencia de la mayoría de los abuelos de
aquellos que reciben Capirote.
Cualquiera
de ellos ha tenido la suerte de vivir muchas experiencias maravillosas año tras
año.
¿Cómo
quieres que y les hable a estas personas, por ejemplo, de lo que significa ir a
la Pescadería, por la acera oscura del paseo del Muelle al as tres de la mañana y encontrar al Jesús
bajo el porche aquel y encontrar su mirada? ¿Cómo describir el estremecimiento
que produce oír las saetas junto a Los Caños, escuchar los primeros compases de
la marcha del Titular que marca la salida hacia El Pinacho?
El
auténtico marrajo, ha bajado presuroso desde Bastarreche hasta El Lago, muchas
veces para buscar un buen sitio que le permita ver El encuentro en todo su
esplendor y sabe lo que es aguantar el plantón y los empujones y el luchar por
el sitio de mejor perspectiva.
Yo
no puedo atreverme a contarle a ese cartagenero lo que se siente cuando junto
al Palacio de Aguirre se acercan y se alejan para volver a juntar las imágenes
del Jesús y de La Virgen, se oyen los cohetes, el himno nacional, la Salve, los
aplausos y los gritos incansables y afónicos de los portapasos, y esos abrazos
entre nazarenos, esas palomas aturdidas y ese seguir por la calle del Duque con
la expresión cansada pero festiva y alegre que solo aquel que lo ha vivido sabe
entender.
¿Cómo
intentar describir la sensación que produce mirar desde Campos hacia arriba y
descubrir el amanecer y los pájaros y el color de las túnicas y las capas de
esos tercios que abren l procesión de la madrugada?
¿Quién
no se ha enternecido contemplando la expresión de sueño y fatiga que se ve en
los ojos de esos niños que han pasado toda la noche en vela, que se apoyan en
sus varas, levantando alternativamente sus tiernos piececillos y disimulan su
sueño y su fatiga para poder contar a
sus amigos del “cole” que ellos vivieron El Encuentro como sus mayores?
Todas
esas cosas que a mí me emocionan año tras año, son cosas menudas que el marrajo
ausente, igual que el presente, que el viejo o el joven, la mujer o el niño
sienten cada vez que pasan la noche del jueves al viernes, sin apenas notarlo,
recorriendo el camino que va desde el muelle a La Pescadería, desde El Pinacho
al Lago y desde aquí hasta la iglesia para acompañar a Jesús y a María en su
noche de dolor y agonía.
Cualquiera
de ellos sería capaz de contar mejor que yo la satisfacción y el orgullo que se
siente esa noche de ser MARRAJO DE TODA LA VIDA.
Llegó el vestuario
Alguien acaba de traer a casa unas cajas grandes y
blancas, con unos nombres escritos en los costados Las hemos depositado con
toda delicadeza y apartando lo que estorba, sobre la mesa del comedor y hemos
ido abriéndolas, una tras otra, como si se tratara de un regalo sorpresa,
emocionados, aun sabiendo cuál es su contenido.
Al quitar la tapa de cada una de ellas, aparece un
raso negro, doblado con pulcritud, medio oculto bajo otra prenda de lana
blanca. No tocamos nada, sólo miramos su interior y como cada año, siguiendo un
ritual preestablecido, abrimos el armario de siempre… hacemos un hueco amplio
en él, buscamos las perchas de siempre… y empezamos a vaciar la preciada carga,
como siempre…
Con el extremo de unas pequeñas tijeras vamos
deshaciendo las puntadas del hilván que mantenía prendido el papel de seda que
hace casi un año colocamos protegiendo los bordados del capuz y de la capa.
Primero disponemos el capuz, acomodándolo terso y
sin arrugas, luego la túnica y por último la capa. Dudamos y no podemos
resistir la tentación de volver a descolgarla y colocarla sobre nuestros
hombros. Una mirada al espejo de soslayo, una vuelta muy lenta y canturreando
suavemente una música de siempre, sin apenas mover los pies del sitio, observamos
cómo se mece ondulante el amplio vuelo de su bajo.
La volvemos a colgar, acariciando un instante el
rojo escudo, donde descubrimos leves huellas de lluvias pasadas. Está limpia,
pero nuestros ojos son capaces de detectar esos restos sutiles que nadie más
sería capaz de ver.
Conocemos
cada palmo de esta capa, tocamos las cintas del cuello, quizás haya que
cambiarlas. ¡Son tantos años de anudar fuertemente para que no se deslice y se
mantenga correctamente en su lugar! Por fin vuelve a su percha, la colgamos con
desgana y regresamos donde las cajas. Con ojo experto hacemos inventario de su
contenido: guantes, manguitos, fajín, hebillas… no falta nada, está todo.
Repetimos
la tarea de descubrir el bordado del cíngulo, repasar el estado en que se
encuentra de brillo y esplendor. Sigue igual de hermosos como el primer día. Ya
vacías, cerramos las cajas para guardarlas en el mismo lugar de todos los años
y mientras lo hacemos ya estamos programando mentalmente el día y la hora en
que vamos a plancharlo todo. Debe hacerse con tiempo suficiente para evitar
imprevistos, probarse el capuz, ajustar las cintas, limpiar las hebillas,
comprar imperdibles. Todo igual que el año pasado y el otro y el otro.
Quiera
Dios que podamos realizar por mucho tiempo este quehacer sencillo, sin
importancia, monótono, pero maravilloso, que no por muchas veces repetido,
siempre nos sorprende y emociona cada vez que lo vivimos.
BALCONES
Cuando recorremos las calles de nuestra ciudad, en
los días grandes de nuestra Semana Santa, muchas veces miramos a ciertos
balcones con algo de envidia, ¿verdad? Son balcones de casas antiguas que están
situados estratégicamente al paso de las procesiones. Ni muy altos ni muy
bajos, lo justo. Y al pasar ante ellos pensamos: "Que buen sitio para ver
la salida, para comprobar cómo marchan los tercios, como toman las curvas,
observar con detalle la belleza de nuestras imágenes, el arreglo floral".
Y si no cuando vemos los balcones repletos de gente que canta la Salve a la
puerta de Santa María...
Los balcones de nuestra ciudad permanecen el resto
del año cerrados, pero en esos días aparecen ocupados, casi siempre, por
forasteros que acuden atraídos por lo que han oído contar y los dueños
orgullosos les muestran y explican los detalles de cada momento a lo largo de
la noche.
Ya sé que nosotros preferimos la calle repleta de
gente, la esquina donde el aire siempre sopla molesto, esa silla incómoda desde
donde podemos saludar a los conocidos y "amonestar a los nenes que tocan
los bordados de los penitentes". Pero a veces a mí se me escapan miradas celosas
a aquellos balcones, y entonces recuerdo:
Cuando yo era niña veía pasar los desfiles desde
alguno de esos balcones. Había que llegar muy temprano, cruzando entre la gente
que buscaba su lugar en la calle y orgullosa cruzaba entre ellas para entrar al
portal. ¡Qué miradas me echaban! Luego arriba me asomaba a esperar que los
carros de globos, pipas, cocos y otras chucherías me avisaran de que se
acercaban los municipales abriendo "carrera".
Dentro de la casa se hablaba de todo. Los dueños,
mis tíos, mostraban gustosos a los visitantes objetos curiosos, postales o
fotos que hacían referencia a temas siempre relativos a nuestra sin par Semana
Santa y yo silenciosa escuchaba y aprendía cosas que luego he contado a otras
personas.
La casa tenía, todavía los tiene, nueve o diez
balcones orientados en tres direcciones lo que permitía ver llegar desde lejos
la procesión, luego de frente y después alejarse de espaldas las líneas
perfectas de hachotes y capas escoltando las solemnes imágenes envueltas en luces
y flores. Los mejores sitios eran para aquellas familias de fuera que llegaban
a casa por primera vez y mi tío les iba explicando, detalle a detalle, todo lo
que estaba ocurriendo ante ellos.
Nosotros, la gente menuda, no teníamos sitio
asignado. Se nos permitía ir de un balcón a otro, pero sin correr ni molestar a
los visitantes y sobre todo sin tocar nada de los cientos de objetos curiosos,
pequeños y bellos que los muchos años de vivir de cerca la Semana Santa había
ido depositando sobre estantes y mesas.
Yo,
allí arriba, a veces me cansaba, me aburría y envidiaba el contacto directo que
aquellos de abajo tenían al paso de los nazarenos, los saludos, la entrega
discreta de tarjetas o algún caramelo y entonces mi tío pasaba por nuestros
balcones y nos obsequiaba con pequeñas golosinas para confortarnos.
Ciertamente, desde arriba, no podíamos reconocer a
nadie ni ver los detalles menudos de las capas, sudarios o tronos, pero en
cambio recuerdo la proximidad de las bellas imágenes, la riqueza de los mantos
de la Vírgenes, el aroma de las flores, el perfecto desfile de los tercios, la
contemplación armoniosa del conjunto y aún ahora no tengo muy claro que me
gusta más: ¿La calle o el balcón?...
Cada cosa tiene sus ventajas y aunque suelo verlas
en la calle, yendo de una parte a otra, hay veces que añoro esos años y
aquellos balcones. ¿Tal vez por los caramelos que nos daba mi tío? ¡Quién sabe!